Julio César y las conspiraciones

Autor: LUIS HUETE

«Los cobardes agonizan muchas veces antes de morir… Los valientes ni se enteran de su muerte».

Julio Cesar fue un líder militar y político del siglo I antes de Jesucristo. Sus conquistas extendieron el dominio romano sobre los territorios que hoy integran Francia, Bélgica, Holanda y parte de Alemania. Enfrentado al Senado utilizó su poder militar para hacerse amo de la República, A pesar de que bajo su gobierno la República experimentó un breve periodo de gran prosperidad, algunos senadores vieron a César como un tirano que ambicionaba restaurar la monarquía. Con el objetivo de eliminar la amenaza urdieron una conspiración con el fin de eliminarlo. Dicho complot culminó cuando los conspiradores asesinaron a César en el Senado. Su muerte provocó el estallido de otra guerra civil.

En las orillas del Rubicón, el enjuto general no sabía que sus siguientes palabras pasarían a la historia. Sí sabía que lo que sucedería después marcaría su destino. Su destino… y el de toda la República.

Julio César estaba a punto de cruzar la frontera que marcaba el territorio del Lazio desmilitarizado. Desde hacía décadas, ningún ejército podía acercarse tanto a la ciudad de Roma. Hacerlo significaba la guerra.

Volvió la vista atrás, a sus hombres, fieles en la guerra y en la paz. Todos y cada uno le seguirían a cualquier final, como le habían seguido en tantas y tantas batallas en la Galia. A cualquier final, aunque fuese el de un traidor.

Porque ese sería el epíteto que todos recibirían por parte de la Roma que se alinease con Pompeyo. Para ellos serían los traidores que se alzaron en armas contra la ciudad que habían jurado proteger. Era quizá lo que generaba en él un mayor vértigo, la posibilidad de acabar su vida como traidor de la misma causa por la que luchaba.

Siguió observando las filas de legionarios, veteranos de mil batallas. Había podido mirar a los ojos a muchos de ellos durante el asedio de Alesia, la batalla de los dos frentes… Cualquiera de ellos habría pensado que estaba loco cuando él, Julio César, les había pedido alzar dos empalizadas: una contra la ciudad asediada, Alesia, donde había conseguido cercar al cabecilla galo Vercingetórix; y la otra rodeando a su propio ejército en previsión de la llegada de refuerzos de toda la Galia, que efectivamente vinieron a intentar romper el cerco.

Ningún soldado de Pompeyo habría acatado esas órdenes, estaba convencido. Aún tenía aprecio a su antiguo amigo, pero no podía haber enfrentado tantas batallas como César y sus legiones ni en cinco vidas que hubiese tenido. Sus hombres le seguirían hasta el final… ¿lo harían los de Pompeyo?

Desechó esa línea de pensamiento: no podía cometer el error de Vercingetórix, el error de subestimar a un rival inferior en número y fuera de su tierra natal. Debía contar con una oposición férrea por parte de todos los romanos que se le opusiesen… Era una guerra civil con todas sus penosas consecuencias. Una guerra que él estaba a punto de iniciar.

Mucho había reflexionado sobre ese paso. Un paso doloroso, que llevaría a Roma a desangrarse internamente… Pero un paso necesario para que la misma esencia de Roma perviviese. Poco podía imaginarse que ese mismísimo motivo llevaría a su hijo adoptivo a atentar contra su vida años después, en el apogeo de su poder absoluto. Un poder absoluto que ahora iba a combatir, pero que abrazaría en cuanto conquistase Roma.

El enjuto general, que quizá en su fuero más interno era consciente de que combatía fuego con fuego, tiranía de César contra tiranía de Pompeyo, acalló sus pensamientos una vez más para dirigirse a su lugarteniente. Le miró, sonriendo de forma sombría, y pronunció las palabras que pasarían a la historia:

“Alea iacta est”. La suerte está echada.

Y atravesó el Rubicón

REFLEXIONES

· Una de los síntomas de la corrupción que conlleva la enfermedad del poder es sentirse por encima del bien y del mal y dar rienda suelta a los caprichos personales. Los historiadores dirían de Julio Cesar que fue “»Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres».

· Aquello en lo que uno pone foco determina, por oposición, aquello que uno no ve. Los líderes han de ganar la batalla de la gratificación diferida que tiene en cuenta el bien de los demás contra la gratificación instantánea egocéntrica. Cuando se pierde esa batalla los enemigos se multiplican a la misma velocidad que decrece la credibilidad personal.

· La autocracia permite ejecutar bien las decisiones pero es una fórmula disfuncional para tomar buenas decisiones. Todos los dictadores han acabado tomando malas decisiones fruto de la falta de respeto por la diversidad y del escaso esfuerzo por alinear intereses.

· Los líderes han de conocerse, aceptarse y superarse. Si uno se acepta es fácil estar en paz con uno mismo y por derivada con los demás. La mejor manera de conocerse y de superarse es estar abierto a la información de retorno que se recibe de las personas más competentes y virtuosas del círculo de conocidos.

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