Noblesse oblige

Autor: DAVID CERDÁ

 

Dormidos en un Aberdeen granítico,
siguen soñando,
pero pronto despertarán y anhelarán las cartas,
y nadie escuchará cómo golpea la puerta el cartero
sin que el corazón se le acelere.
¿Puede alguien acaso soportar sentirse olvidado?
(W.H. Auden, Night Mail)

 

Las palabras grandes, aún relegadas al olvido, nunca mueren, sino que dormidas aguardan a que se las despierte. A medida que acumulan polvo, y después, paletadas de tierra, se van cargando de futuro, y pacientes esperan a que la necesidad las reclame. Nosotros ya hemos soportado la ignominia suficiente; estamos suficientemente cansados de pequeñez e intereses espurios y hartos de vulgaridad en ciertas élites como para que el sintagma que encabeza este artículo emerja de las profundidades y recupere su trono en nuestro siglo.

Debemos la expresión a Balzac, quien en El lirio en el valle hace que la condesa Natalie le diga a su amante, Félix de Vandenesse, miembro de una familia aristocrática: «Todo lo que te he explicado puede resumirse en una expresión: la nobleza obliga». Quiere esto decir que quienes, por las razones que sean (esto es lo más importante: que el motivo no importa), ocupan puestos de mando o son referentes sociales, deben acompasar sus consiguientes privilegios con superiores deberes. Tanto eres, tanto puedes, esa es la ecuación toscamente obvia; tanto eres, tanto debes, es lo que noblesse oblige sanciona.

Puesto que el principio ético fue acuñado en el mundo anglosajón, veamos cómo ellos lo definen. En el Cambridge Dictionary, noblesse oblige es «la idea de que alguien que goce de poder e influencia debería usar su posición social para ayudar a otras personas». El Merrian-Webster habla de «la obligación de un conducta honorable, generosa y responsable asociada con el alto rango o la alta cuna». En nuestro malhadado 2021 no estamos para pedir peras al olmo, grandeza e interés por el prójimo; pero sí podemos exigir al menos que se esté a la altura del puesto que uno ocupa. Sencillamente y por ejemplo exigimos que nadie adelante turno en una pandemia en la cola para vacunarse, para no dar a entender que es consustancial a ser poderoso el ser un cobarde.

La excusa predilecta de nuestro tiempo para escapar a este mínimo es que nada debe quien «por sí solo se lo ha ganado». Es una marca del individualismo expresivo —la gran lacra posmoderna— que cada vez haya más personas que se atribuyen en exclusiva todos sus triunfos. Que abunde la nobleza de espíritu exige en cambio una adecuada comprensión de nuestros logros, que en mayor o menor medida no dependen solo de nosotros. «Allá donde el establishment enfatizaba la humildad, la prudencia y el linaje» —escribe Christopher Hayes en Twilight of the Elites, su ensayo sobre lo ocurrido en Norteamérica—, «la meritocracia celebra la ambición, el logro, la inteligencia y la superación personal». Por supuesto, ninguna de estas cosas es de suyo negativa, sino más bien lo contrario. Pero la del mérito es una cuestión bien compleja. Claro que existen la voluntad y la valentía, y por lo tanto es razonable aquel sistema social y económico que premia la creación de valor y la iniciativa, para que cundan. Pero no todos asomamos al mundo en el mismo lugar ni en la misma familia, de modo que todos contraemos deudas con otros a causa de esa lotería forzosa. Si queda desanudada de la responsabilidad, y se cuenta la mentira egotista de que Fulano o Mengana «se ha hecho del todo a sí misma», la celebración de lo conseguido deviene bárbara, y no es justo pundonor, sino soberbio orgullo.

También la ideología sustancial a la mediocracia, que pretende una igualación de todos en lo bajo, auspicia que nadie se sienta ya obligado a nada, sino con derecho a todo. Cierto que la envidia existe, y en nuestro país sigue en excelente forma. Pero no es menos verdadero que la convivencia honorable es un entramado de obligaciones, y que cuando en lo alto hay personas bajas, el edificio social se agrieta y amenaza ruina. La pretensión inicua de los youtubers andorranos y los politicastros —por citar solo a los últimos y a los de siempre— es la de disfrutar todos los beneficios de la riqueza y el mando y declararse a la vez riguroso pueblo llano, vendiendo como popular espontaneidad lo que no es más que una chusca dimisión de sus —superiores— obligaciones. Menor, pero igualmente grosera, ha sido la espantada abudabí de las infantas mayores, rápidamente contestada por nuestro Felipe VI, que va camino de ser uno de los reyes más ejemplares de nuestra historia.

La idea de que quienes están en lo alto tienen deberes especiales no puede ser despachada por clásica, porque resulta que es antropológica. Se ha exigido una generosidad y un saber estar especial a quien dominaba en todas las épocas menos en la posmoderna. Esto que Ibai Llanos entiende, y El Rubius ignora, es una verdad sancionada por la literatura universal desde Homero hasta hace tres cuartos de hora. La innovación infame de que quienes viven disfrutando de todos los privilegios de la cumbre no asuman sus correspondientes deberes está humillando a nuestras democracias, cada vez más innobles. Quienes tontamente ven ahí resabios conservadores —no en el uso juicioso, sino en el despectivo del término—, pronto tendrán que exponerse a más y más explosiones de violencia de quienes menos tienen, porque no hay nada más popular que rebelarse ante la cicatería y la desfachatez de los poderosos. Esto lo saben bien los populistas, que venden la gasolina para avivar ese fuego, con la idea de, tras el incendio, ocupar ellos los sillones.

Cuando de avisos para navegantes se trata, Tocqueville es siempre un referente. En su inagotable La democracia en América explicaba que la revolución industrial había producido nuevas élites adineradas y que lo normal era que, si esas élites no asumían una responsabilidad acrecentada, se agolpasen las revueltas y hubiese más violencia. Quienes acumulan riqueza, como quienes acumulan poderes, adquieren de inmediato y les guste o no un ejemplar deber de generosidad con quienes Victor Hugo llamó Los miserables. Entre otras cosas, porque se cuentan por cientos de millones las personas que también se dejan la vida en sus empeños y no tienen apenas nada a causa de un pésimo lote de partida o la mala suerte. Esto exigen la lucidez y la humildad: reconocer que hay muchos méritos que jamás reciben su justo premio.

Así pues, la idea de que campeonar obliga no tiene nada de socialista, sino que es específicamente liberal. La explica Rawls en su Teoría de la justicia: «Existe, entonces, otro sistema de noblesse oblige: es decir, que aquellos más privilegiados están sujetos a adquirir obligaciones que los vinculen aún más estrechamente a un sistema justo». Ocurre que hay algo llamado «percepción de la distancia de poder», que es el modo en que la masa entiende lo que la separa de las élites. Y que las élites solo pueden librarse de que su envidia o su justa reclamación de oportunidades produzca el caos si esa masa percibe, uno, que las élites merecen serlo, y dos, que son magnánimas. Los potentados premodernos dejaban palacios y catedrales; los actuales son más de comerse y beberse sus fortunas, lo cual es un problema muy serio. Nótese que en los casos sugeridos ni siquiera se está pidiendo que el exitoso de turno legue al futuro una nueva belleza, sino que al menos se comporte con una honradez mínima.

Los puestos de privilegio (comerciales o políticos) no son una licencia para arramplar con más, sino que conllevan la responsabilidad de dar más. Solo esto último les confiere legitimidad, es decir, autoridad con derecho. «Los abusos son prácticamente lo contrario de la autoridad», escribe Chesterton en Las malas comparaciones, y remata: «Nunca tendrá ni rastro de autoridad quien solo tenga el poder de hacer algo y no el derecho de hacerlo». La legitimidad es un requisito que cada día cobra más relevancia, aunque es tan viejo, por lo menos, como la Ilíada. En su avance sobre las murallas de Troya, Sarpedón azuza a Glauco preguntándole por qué a ambos se los respeta tanto en su tierra y en consecuencia les conceden el cetro y las mejores tierras.

Mostrémonos ahora dignos de tantos honores, yendo al combate delante de nuestros guerreros, para que los licios no tengan más remedio que decir: «En verdad que nuestros reyes no gobiernan sin merecimiento la fértil Licia. Con razón se alimentan de lo mejor de nuestros rebaños y beben los vinos más deliciosos, y no como esos reyes holgazanes que solamente sobresalen en los festines. Ahora que ha llegado la ocasión, mirad adónde llega su indomable valor y de qué manera se exponen los primeros a todos los peligros».

Hoy, cuando menudean los reyes holgazanes, no está de más recordar que no hay estatus que nos parezca admisible si no se atiene a determinados estándares morales. En modo alguno se debe a que «ahora lo moralicemos todo» (la pamplina del virtue signaling), sino a un aspecto esencial de la vida en sociedad, que nos hace despreciar razonablemente a los insolidarios y sobre todo a los sinvergüenzas.

 

 

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